domingo, 12 de mayo de 2013

Reflexiones de Pedro Henríquez Ureña



Pedro Henríquez Ureña nació en Santo Domingo el 29 de junio de 1884 y murió el 11 de mayo de 1946. Fue h
ijo de Francisco Henríquez y Carvajal y Salomé Ureña.  Poeta, filólogo, ensayista, humanista y educador. Uno de los más importantes intelectuales del siglo XX en América Latina. 

A continuación, dos interesantes reflexiones de este gran maestro e intelectual dominicano. 

El ANSIA DE PERFECCIÓN

Llegamos al término de nuestro viaje por el palacio confu­so, por el fatigoso laberinto de nuestras aspiraciones literarias, en busca de nuestra expresión original y genuina. Y a la salida creo volver con el oculto hilo que me sirvió de guía.


Mi hilo conductor ha sido el pensar que no hay secreto de la expresión sino uno: trabajarla hondamente, esforzarse en hacerla pura, bajando hasta la raíz de las cosas, que queremos decir; afinar, definir, con ansia de perfección.

El ansia de perfección es la única norma. Contentándonos con usar el ajeno hallazgo, del extranjero o del compatriota, nunca co­municaremos la revelación íntima; contentándonos con la tibia y confusa enunciación de nuestras intuiciones, las desvirtuaremos ante el oyente y le parecerán cosa vulgar. Pero cuando se ha alcan­zado la expresión firme de una intuición artística, va en ella, no sólo el sentido universal, sino la esencia del espíritu que la pose­yó y el sabor de la tierra de que se ha nutrido.


Cada fórmula de americanismo puede prestar servicios (por eso les di a todas aprobación provisional); el conjunto de las que hemos ensayado nos da una suma de adquisiciones útiles, que ha­cen flexible y dúctil el material originario de América. Pero la fórmula, al repetirse, degenera en mecanismo y pierde su prísti­na eficacia; se suelve receta y engendra una retórica.


Cada grande obra de arte crea medios propios y peculiares de expresión; aprovecha las experiencias anteriores, pero las re­hace, porque no es una suma, sino una síntesis, una invención. Nuestros enemigos, al buscar la expresión de nuestro mundo, son la falta de esfuerzo y la ausencia de disciplina, hijos de la pe­reza y la incultura, o la vida en perpetuo disturbio y mudanza, llena de preocupaciones ajenas a la pureza de la obra: nuestros poetas, nuestros escritores, fueron las más veces, en parte son to­davía, hombres obligados a la acción, la faena política y hasta la guerra, y no faltan entre ellos los conductores e iluminadores de pueblos.


el futuro      
                                                                               

Ahora, en el Río de la Plata cuando menos, empieza a cons­tituirse la profesión literaria. Con ella debiera venir la discipli­na, el reposo que permite los graves empeños. Y hace falta la co­laboración viva y clara del público: demasiado tiempo ha oscila­do entre la falta de atención y la excesiva indulgencia. El público ha de ser exigente; pero ha de poner interés en la obra de Améri­ca. Para que haya grandes poetas, decía Walt Whitman, ha de ha­ber grandes auditorios.


Sólo un temor me detiene, y lamento turbar con una nota pesimista el canto de esperanzas. Ahora que parecemos navegar en dirección hacia el puerto seguro, ¿no llegaremos tarde? ¿El hombre del futuro seguirá interesándose en la creación artística y literaria, en la perfecta expresión de los anhelos superiores del espíritu? El occidental de hoy se interesa en ellas menos que el de ayer, y mucho menos que el de tiempos lejanos. Hace cien, cincuenta años, cuando se auguraba la desaparición del arte, se rechazaba el agüero con gestos fáciles: "siempre habrá poesía". Pero después —fenómeno nuevo en la historia del mundo, in­sospechado y sorprendente— hemos visto surgir a existencia próspera sociedades activas y al parecer felices, de cultura occi­dental, a quienes no preocupa la creación artística, a quienes les basta la industria, o se contentan con el arte reducido a proce­sos industriales: Australia, Nueva Zelandia, aun el Canadá. Los Estados Unidos ¿no habrán sido el ensayo intermedio? Y en Eu­ropa, bien que abunde la producción artística y literaria, el inte­rés del hombre contemporánio no es el que fue. El arte había obedecido hasta ahora a dos fines humanos: uno, la expresión de los anhelos profundos, del ansia de eternidad, del utópico y siempre renovado sueño de la vida perfecta; otro, el juego, el solaz imaginativo en que descansa el espíritu. El arte y la literatu­ra de nuestros días apenas recuerdan ya su antigua función tras­cendental; sólo nos va quedando el juego ... Y el arte reducido a diversión, por mucho que sea diversión inteligente, pirotecnia del ingenio, acaba en hastío.


...No quiero terminar en el tono pesimista. Si las artes y las le­tras no se apagan, tenemos derecho a considerar seguro el porvenir. Trocaremos en arca de tesoros la modesta caja donde ahora guarda­mos nuestras escasas joyas, y no tendremos, por qué temer al sello ajeno del idioma en que escribimos, porque para entonces habrá pa­sado a estas orillas del Atlántico el eje espiritual del mundo español.


Buenos Aires, 1926



Fuente: Seis ensayos en busca de nuestra expresión




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