Pedro Henríquez Ureña nació en Santo Domingo el 29 de junio de 1884 y murió el 11 de mayo de 1946. Fue hijo de Francisco Henríquez y Carvajal y Salomé Ureña. Poeta, filólogo, ensayista, humanista y educador. Uno de los más importantes intelectuales del siglo XX en América Latina.
A continuación, dos interesantes reflexiones de este gran maestro e intelectual
dominicano.
El ANSIA DE PERFECCIÓN
Llegamos al término de nuestro viaje por el palacio
confuso, por el fatigoso laberinto
de nuestras aspiraciones literarias, en busca de nuestra expresión original y genuina. Y a
la salida creo volver con el oculto hilo que me sirvió de guía.
Mi hilo conductor ha sido el pensar que no hay
secreto de la expresión sino uno: trabajarla hondamente,
esforzarse en hacerla pura, bajando hasta la raíz de las cosas, que
queremos decir; afinar, definir, con ansia de perfección.
El ansia de perfección es la única norma.
Contentándonos con usar el ajeno hallazgo, del extranjero o del compatriota,
nunca comunicaremos la revelación
íntima; contentándonos con la tibia y confusa enunciación de nuestras intuiciones, las
desvirtuaremos ante el oyente y le parecerán cosa vulgar. Pero cuando se ha alcanzado la expresión firme de una intuición artística,
va en ella, no sólo el sentido universal, sino la esencia del
espíritu que la poseyó y el
sabor de la tierra de que se ha nutrido.
Cada fórmula de americanismo puede prestar servicios
(por eso les di a todas aprobación provisional); el conjunto de las que hemos ensayado nos da una suma de adquisiciones útiles, que hacen flexible y dúctil el material originario de América. Pero la fórmula, al repetirse, degenera en
mecanismo y pierde su prístina eficacia; se suelve receta y engendra una
retórica.
Cada grande obra de arte crea medios propios y peculiares de expresión; aprovecha las experiencias anteriores, pero las rehace,
porque no es una suma, sino una síntesis, una invención. Nuestros
enemigos, al buscar la expresión de nuestro mundo, son la falta de esfuerzo y la ausencia
de disciplina, hijos de la pereza y la incultura, o la vida en perpetuo
disturbio y mudanza, llena de preocupaciones ajenas a la pureza de la obra:
nuestros poetas, nuestros
escritores, fueron las más veces, en parte son todavía, hombres obligados a la
acción, la faena política y hasta la guerra, y no faltan entre ellos los conductores e
iluminadores de pueblos.
el futuro
Ahora, en el Río de la Plata cuando menos, empieza a
constituirse la profesión literaria. Con ella debiera venir la disciplina, el reposo que permite los graves empeños. Y hace
falta la colaboración viva y clara del
público: demasiado tiempo ha oscilado entre la falta de atención y la excesiva
indulgencia. El público ha de ser exigente; pero ha de poner interés en la obra
de América. Para que haya grandes
poetas, decía Walt Whitman, ha de haber grandes auditorios.
Sólo un temor me detiene, y lamento turbar con una nota pesimista el
canto de esperanzas. Ahora que parecemos navegar en dirección hacia el puerto
seguro, ¿no llegaremos tarde? ¿El hombre del futuro seguirá interesándose en la
creación artística y literaria, en la perfecta expresión de los anhelos
superiores del espíritu? El occidental de hoy se interesa en ellas menos que el
de ayer, y mucho menos que el de tiempos lejanos. Hace cien, cincuenta años,
cuando se auguraba la desaparición del arte, se rechazaba el agüero con gestos
fáciles: "siempre habrá poesía". Pero después —fenómeno nuevo en la
historia del mundo, insospechado y sorprendente— hemos visto surgir a
existencia próspera sociedades
activas y al parecer felices, de cultura occidental, a quienes no preocupa la
creación artística, a quienes les basta la industria, o se contentan con el
arte reducido a procesos industriales: Australia, Nueva Zelandia, aun el
Canadá. Los Estados Unidos ¿no
habrán sido el ensayo intermedio? Y en Europa, bien que abunde la producción
artística y literaria, el interés del hombre contemporánio no es el que fue.
El arte había obedecido hasta
ahora a dos fines humanos: uno, la expresión de los anhelos profundos, del ansia de
eternidad, del utópico y siempre
renovado sueño de la vida perfecta; otro, el juego, el solaz imaginativo en que
descansa el espíritu. El arte y la literatura de nuestros días apenas
recuerdan ya su antigua función trascendental; sólo nos va quedando el juego
... Y el arte reducido a diversión, por mucho que sea diversión inteligente,
pirotecnia del ingenio, acaba en
hastío.
...No quiero terminar en el tono pesimista. Si las artes y las letras no se
apagan, tenemos derecho a considerar seguro el porvenir. Trocaremos en arca de tesoros la
modesta caja donde ahora guardamos nuestras escasas joyas, y no tendremos, por
qué temer al sello ajeno del idioma en que escribimos, porque para entonces
habrá pasado a estas orillas del Atlántico el eje espiritual del mundo español.
Buenos Aires, 1926
Fuente: Seis ensayos en busca de
nuestra expresión